La lluvia llevaba tanto tiempo cayendo que había perdido la cuenta de los
días. Me parecía que habían pasado años desde aquel primer día en el cual las
gotas de lluvia golpearon fuertes contra mi ventana.
Era uno de aquellos días en los que las nubes se habían apoderado del cielo
e impedían ver ni un mísero rayo de sol. Uno de aquellos días en los que sentía
que no había utilidad alguna que hacer y me acurrucaba bajo una cálida manta,
con un libro y un té rojo en las manos.
Ahora miraba desde mi ventana como esa lluvia que un día de febrero caía
sobre la ciudad se había dejado llevar hasta convertirse en un aguacero
imparable.
Al principio, pensé que se trataba de una lluvia pasajera. Pero con el paso
de los días…y de las semanas, me di cuenta de que un aguacero se había hecho
con el control de las ciudades.
Un sentimiento de soledad e incertidumbre me inundaba por dentro, y a su vez recorría todas las
calles, callejones y edificios de esta gran ciudad que un día había deslumbrado
por su gran esplendor y el sol que brillaba cada día al despertarse.
Las calles poco a poco se fueron vaciando hasta convertirse en recuerdos
olvidados. La gente ya no salía de sus casas por miedo a que este extraño
diluvio se introdujera en ellos llamándose miedo. Los edificios fueron
perdiendo su color hasta convertirse en manchas de pintura borradas por el
tiempo. El mar estaba oscuro y las olas parecían enfadarse entre sí y no
paraban de enfrentarse las unas con las otras.
Cuántas veces me había preguntado a mí misma cuando acabaría ese desastre
que amenazaba nuestra existencia.
Eran ya muchos los años transcurridos y me cansaba tener que mirar siempre
por la ventana, con la única esperanza de que un ínfimo rayo de sol atacara ese
arsenal de nubes por las cuales descendía el aguacero y asomara para dar un
poco de luz, de vitalidad y de esperanza a todos los que nos veíamos sumidos en
la penumbra. Cansada también de no ver ni una sonrisa en los rostros
desfavorecidos de los que pasaban a mi alrededor. Eran rostros contenidos, llenos de pena y de
angustia, de ganas de libertad y de ver un nuevo día. Ojalá yo pudiera hacer
algo para remediar esta sensación que nos devoraba a todos por dentro
lentamente. Me desgarraba el corazón pensando que no podía hacer nada. Un
fenómeno como el que se vivía tras estos muros que nos protegían de esa lluvia
que no cesaba, nunca puede augurar nada bueno.
Vivíamos en la amargura deseando que la lluvia parara de acecharnos. Pero
el paisaje seguía siendo el mismo. Un día tras otro. Era como si las horas se
hubieran detenido por que la noción del tiempo se había perdido en un agujero
de oscuridad.
Ya habían pasado cuatro años desde que empezó a caer el aguacero. Dejándome
sin una voz en mí conciencia. Dejándonos a todos sin la oportunidad de crear y
avanzar. Sin que pudiéramos ver brillar el sol una vez más.
Y así seguí durante los años venideros, mirando cada día a través de mi
ventana empañada por las gotas de lluvia, con la esperanza de que un cielo azul
se abriera a través de las densas nubes.
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